Había una vez, en un pequeño pueblo, un gato llamado Felicio. Nació pobre y humilde, viviendo en un rincón olvidado de un granero, donde su comida era escasa y sus días estaban llenos de privaciones. Desde muy joven, Felicio prometió que superaría su origen. Soñaba con grandes riquezas y una vida llena de comodidades, lejos del hambre y las miserias que conocía.
Un día, mirando a los granjeros trabajar y comerciar, decidió que él también sería mercader. Se esforzó con tenacidad, comprando y vendiendo pequeños bienes, negociando con habilidad y acumulando poco a poco una fortuna. Con el tiempo, Felicio se convirtió en uno de los gatos más adinerados del pueblo, aunque nunca alcanzó el nivel de opulencia que veía en algunos ricos mercaderes de la ciudad vecina.
Pero algo curioso sucedía en su corazón: cuanto más tenía, más difícil le resultaba estar satisfecho. Sus días se llenaban de cálculos, planes y comparaciones. Al mirar a otros más ricos que él, sentía una envidia corrosiva. Sus riquezas, lejos de darle alegría, se convirtieron en cadenas invisibles que lo ataban a un constante anhelo de más.
Una tarde, mientras paseaba inquieto por los tejados, Felicio se encontró con un gorrión llamado Plácido, que trinaba despreocupado desde una rama.
—Hola, amigo gato —dijo el gorrión con una sonrisa—. ¿Por qué luces tan abatido si tu nombre es conocido en todo el pueblo como el de un mercader rico y próspero?
Felicio bufó, algo irritado.
—¿Rico? ¡No tengo suficiente! Siempre hay alguien más exitoso que yo. ¿De qué sirve todo mi esfuerzo si nunca puedo ser el más grande?
El gorrión inclinó la cabeza y, tras unos segundos de silencio, respondió:
—¿Y qué es suficiente para ti?
Felicio se quedó perplejo.
—Supongo que lo sabré cuando lo alcance —respondió, dudando.
El gorrión soltó una pequeña carcajada.
—Querido Felicio, esa es una trampa que tú mismo te has puesto. Si todo lo que haces es mirar lo que no tienes, ¿cómo podrás disfrutar lo que ya has conseguido?
El gato frunció el ceño.
—¿Y tú qué sabes de eso? Eres solo un gorrión. No tienes riquezas, ni una casa cómoda.
Plácido desplegó sus alas con suavidad.
—No tengo riquezas, es cierto, pero tengo el cielo, el viento, los árboles, y cada día es una nueva aventura. Vivo el presente, y eso me hace feliz. Tú tienes mucho más que yo, Felicio, pero pareces más pobre que el día que vivías en aquel viejo granero.
El gato, sorprendido, no supo qué responder.
El gorrión continuó:
—No estoy diciendo que las riquezas no importen, porque ayudan a vivir mejor. Pero la verdadera riqueza está en saber disfrutar de la vida, de cada momento único. La envidia y el miedo al futuro te roban el presente. Tú ya eres rico, Felicio, pero no te has dado cuenta porque buscas afuera lo que solo puedes encontrar dentro de ti.
El gato, meditando las palabras de Plácido, recordó los días de su infancia, cuando jugaba con las hojas secas del otoño y disfrutaba del calor del sol, a pesar de la pobreza. Pensó en cómo, con cada moneda que acumulaba, su alegría había disminuido.
Finalmente, suspiró y dijo:
—Tienes razón, Plácido. He dejado que mi ambición nuble mi felicidad. Tal vez no necesito ser el más rico para sentirme satisfecho.
El gorrión sonrió y, alzando el vuelo, dejó un último consejo:
—La riqueza no está en acumular más, sino en necesitar menos. La vida es un regalo, Felicio, y tú ya tienes lo más valioso: la oportunidad de vivirla.
Desde entonces, Felicio aprendió a disfrutar de lo que tenía, a trabajar con gratitud en lugar de obsesión, y a encontrar alegría en las pequeñas cosas. Y así, el gato avaricioso se convirtió en un gato sabio, rico no solo en bienes, sino también en felicidad.
Moraleja: La verdadera riqueza no está en lo que poseemos, sino en nuestra capacidad de valorar y disfrutar lo que ya tenemos. No es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita.