
Una noche eterna
La noche parecía eterna, pero para Lysandra, todas las noches lo eran. Desde hacía siglos, su existencia se reducía a un desfile interminable de sombras y tedio. Vagaba por los bosques oscuros, la única compañía siendo el susurro del viento y los latidos acelerados de presas que ya no significaban nada para ella. Los humanos la temían; no podían amarla. Ella, un monstruo atrapado en una belleza perversa, era tan deseada como rechazada.

Esa noche, algo diferente sucedió. Mientras acechaba en un bosque de abetos enraizados en la roca, un rugido rompió el silencio. No era un rugido cualquiera, sino un sonido profundo, cargado de furia y dolor, como si el bosque mismo llorara a través de esa voz. Intrigada, Lysandra se dirigió hacia el origen del sonido. Allí lo vio por primera vez.
El Encuentro de dos cazadores
Bajo la pálida luz de la luna, un lobo gigantesco yacía rodeado de cuerpos de hombres armados. Su pelaje gris estaba manchado de sangre y cicatrices antiguas, sus ojos brillaban como brasas moribundas. Era un guerrero, marcado por mil batallas, pero no solo en el cuerpo. En su mirada, Lysandra percibió un peso familiar: una soledad abrumadora que lo encadenaba al mundo, igual que a ella.
Antes de que pudiera acercarse, el lobo se transformó. Su cuerpo se contrajo, el pelaje retrocedió, y en su lugar quedó un hombre alto, de cabellos oscuros y piel curtida. Las cicatrices seguían allí, grabadas como marcas de guerra en su carne. Aunque se tambaleaba, mantenía una postura desafiante.

—¿Qué eres? —preguntó él, su voz grave y rasposa.
—Una sombra, como tú —respondió Lysandra, su tono suave, casi como un susurro. Sus ojos se encontraron, un choque de mundos igualmente rotos.
—No somos iguales. Yo cazo para proteger. Tú cazas para destruir.
—¿Eso crees? —respondió Lysandra, una pequeña sonrisa amarga cruzando sus labios—. ¿Crees que disfrutaría destruyendo, cuando ni siquiera puedo crear?
El hombre no respondió. En cambio, cayó de rodillas, agotado. Lysandra, impulsada por algo más fuerte que su naturaleza depredadora, lo sostuvo antes de que tocara el suelo.
El Inicio de un Vínculo
Lysandra cuidó de él en una cueva cercana, alimentándolo con hierbas que él mismo le indicó cómo usar. Su cuerpo era fuerte, pero su alma estaba destrozada. Durante días, apenas intercambiaron palabras. Pero una noche, mientras la luna llena iluminaba la cueva, Kael habló.

—Soy Kael. Un hombre que nunca fue hombre del todo. Un lobo que nunca dejó de ser presa.
Lysandra se quedó en silencio, dándole tiempo.
—He matado para sobrevivir. He amado solo para perder. Soy una criatura partida en dos, atrapada entre la ira del lobo y el arrepentimiento del hombre. ¿Qué sentido tiene seguir?
Lysandra, sentada en la entrada de la cueva, respondió sin mirarlo.
—¿Qué sentido tiene dejar de hacerlo? No sé quién eras, Kael, pero sé quién eres ahora. Eres alguien que sufre, igual que yo. Pero también alguien que lucha.
Kael la miró. En su rostro había algo que Lysandra no había visto en siglos: esperanza, apenas un destello.
Cazadores cazados
A medida que los días se convirtieron en semanas, el vínculo entre ellos creció. Kael le enseñó a Lysandra a disfrutar del bosque, a sentir la tierra bajo sus pies en lugar de flotar en su eternidad hueca. Lysandra, a su vez, le mostró a Kael que su dualidad no era una maldición, sino una forma de aceptar que la vida estaba hecha de contradicciones.

Pero su paz no duró. Una noche, el aire se llenó del olor del peligro. Los cazadores habían seguido el rastro de Kael hasta la cueva. El enfrentamiento fue brutal. Aunque lucharon juntos, Kael fue herido de gravedad, su cuerpo desgarrado por flechas y acero plateado. Mientras los cazadores se retiraban, creyendo que ambos estaban muertos, Lysandra sostuvo a Kael en sus brazos, su cuerpo temblando de dolor.
—No me dejes… no todavía —susurró ella, su voz quebrada.
Kael la miró con esfuerzo.
—Hay… una forma. Pero debes ser fuerte.
Lysandra recordó entonces el antiguo ritual, un eco de una historia olvidada.
—¿Estás seguro? —preguntó, lágrimas negras corriendo por su rostro pálido.
Kael asintió.
El Ritual del Lazo del Alba
Bajo la luz de la luna, Lysandra preparó el ritual. Grabó runas antiguas en la tierra con su propia sangre y colocó flores marchitas a su alrededor. Kael, apenas consciente, la miraba con ojos llenos de fe.

—Te amo, Lysandra —dijo con su último aliento como hombre-lobo.
—Y yo a ti, Kael —respondió ella, su voz un lamento.
Entonces comenzó. Kael bebió la sangre de Lysandra, un acto que selló su unión. Ella, temblando, tomó el corazón del lobo entre sus manos y lo consumió, un gesto tan sagrado como brutal. La tierra tembló, y un resplandor plateado los envolvió mientras sus cuerpos se desplomaban.
El Renacimiento
Cuando el amanecer rompió la oscuridad, dos figuras yacían en el claro. Lysandra y Kael despertaron como humanos, sus cuerpos renovados, sus almas libres. La inmortalidad había quedado atrás, pero lo que quedaba frente a ellos era algo que nunca habían tenido: una vida que podían vivir juntos.

Se miraron, lágrimas en sus ojos. Ninguno dijo nada; no era necesario. La promesa estaba hecha. De la muerte, habían renacido no como monstruos, sino como lo que siempre habían anhelado: humanos capaces de amar, de sentir, y de construir una nueva historia.
Tomados de la mano, caminaron hacia el horizonte, dejando atrás el bosque y las sombras de lo que alguna vez fueron.
Un final humano y feliz
En el claro donde murió el lobo y nació el amor, las flores marchitas se convirtieron en un campo de lirios blancos. Allí, bajo la luna y el sol, el Lazo del Alba dejó su marca: un recordatorio de que incluso en la oscuridad, la redención es posible.